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En la tranquila localidad de Choele Choel, provincia de Río Negro, reside un hombre cuya historia se entrelaza con la grandeza y el sacrificio de la patria argentina. Hugo Cabral, médico traumatólogo de profesión y veterano de la Guerra de Malvinas, nos abre las puertas de su memoria para compartir las vivencias que marcaron su vida para siempre.
Con la calidez propia de alguien arraigado a sus orígenes, Hugo rememora su infancia en Alvear, provincia de Corrientes, un pequeño pueblo donde el espíritu solidario y el amor por la tierra eran los pilares de la comunidad. Allí, entre apenas 5.000 habitantes, surgieron diez valientes que se alistarían para defender la soberanía nacional en el conflicto bélico del Atlántico Sur y él se encontraba entre ellos.
Su historia con Malvinas comienza cuando tomó la decisión de volverse médico, sus años de formación lo llevaron a transitar caminos que jamás pensó, desde la ciudad de Santo Tomé, donde hizo la secundaria, hasta los rigores del servicio militar obligatorio recorrió cada camino con sacrificio y aprendizaje.
En cada palabra de su testimonio, en cada gesto de su lucha, Hugo Cabral nos recuerda que la verdadera grandeza no se mide en victorias militares, sino en el compromiso inquebrantable con los valores de libertad, justicia y soberanía. Hoy, más que nunca, su historia nos invita a reflexionar sobre el verdadero significado del heroísmo y la memoria colectiva.
– ¿Cómo fueron tus comienzos antes de convertirte en Médico?
Soy originario del pueblo de Alvear en Corrientes. Estudié en la escuela secundaria en una normal de la ciudad de Santo Tomé también Corrientes. Procedo de una familia en la que todos eran docentes; mi abuelo era maestro rural, por lo que había cierta predisposición en mí hacia la educación. Soy de la promoción del “70. Decidí estudiar Medicina en Corrientes, comencé en el “71 y culminé en el “77.
– ¿Tras recibirte de médico como llegaste a alistarte en el servicio militar?
En ese momento, tenía prórroga para el servicio miliar en ese tiempo era obligatorio y era a los 20 años antes de que se cambie la edad. Luego de recibirme, en el 77 informo para que se termine esa prorroga. Estuve cinco meses en Santo Tomé antes de irme. Desconocía lo que era la armada, recibo un llamado y sabía que debía ir para el sur porque me había tocado la marina. Me embarco en un tren en Resistencia en Chaco y viajábamos todos colimbas hacia Buenos Aires, cuando llegamos nos separan y nos envían a diferentes lugares.
– ¿Cómo fue ese viaje, en principio, hacia algo que quizás era desconocido?
Viajamos durante 30 horas en tren y luego tuvimos que abordar un ferri. Cuando llegamos a Buenos Aires, se estaba disputando la final del Mundial de 1978, el primer campeonato del mundo. Nos reunimos entre todos para escuchar el partido en una pequeña radio. Presenciamos los festejos con mucha gente en las calles de la ciudad. Al día siguiente, finalmente me incorporé al centro de conscriptos de marina en la dársena norte, cerca del río. Pasamos un mes completo realizando el periodo de preparación, donde nos enseñaron tiro, tácticas de combate y otras cuestiones. Cuando culminamos el periodo de preparación nos preguntan si queríamos ser soldados conscriptos o médico oficial de marina y elegí la segunda opción porque quería seguir preparándome. Entonces fui enviado a la Escuela Naval cerca de La Plata, estuve tres meses cursando me recibí y mi destino definitivo fue puerto Belgrano, cerca de Bahía Blanca a 30 kilómetros de Punta Alta que es un gran base militar.
– ¿Fue en ese momento que se gesta su incursión hacia Malvinas?
Después de un tiempo, tenía pensado volver hacia mi lugar de origen porque debía hacer una residencia. Estaba indeciso y me llamó el subdirector del hospital de la Armada donde trabajaba. Me dijo que le gustaba mi trabajo y me ofreció varias residencias. Opté por traumatología y entonces me decidí a quedarme. Esto ocurrió en los años 80, 81 y 82, justo cuando fue Malvinas. Me destinaron al portaviones y salimos con la flota. No sabíamos ni a dónde ni para qué en ese momento, pero no lo pensábamos mucho porque era algo común. Solíamos hacer ejercicios de navegación. Después de unos años supimos que era la operación Rosario, que fue secreta y confidencial, y muy pocos la conocían.
– ¿Cómo fue el momento en el que se enteraron de que iban a la guerra?
Nos enteramos recién el 1 de abril de 1982 a las 22 horas. Nos reunieron a todos los oficiales y nos dijeron: “Señores, recuperamos las Islas Malvinas”. Fue un revuelo tremendo en ese momento. Cada uno lo tomó a su manera y ahí comenzamos a preguntarnos qué pasaría. Después de unas horas, nos enteramos de que había muerto el capitán Giachino y un enfermero que casi muere porque intentó socorrerlo. Lamentablemente, la Junta ordenó que se tenían que tomar las islas de forma pacífica, y fue un error, porque los ingleses no se iban a entregar así nomás. Solicitaron que fuera una recuperación incruenta, es decir, que no importaba si morían los nuestros, sino que no debía morir alguno de ellos. Me pareció ridículo.
– ¿Qué siguió después, que hizo la embarcación en la que estabas?
Nos encontrábamos a ocho millas de la costa. Llegamos sorpresivamente durante la madrugada, tomamos posición y la idea era dejar a 300 hombres en el lugar. Luego surgió el conflicto diplomático con la ONU, que solicitó que desalojáramos. En ese momento, regresamos y permanecí en tierra, ya que no se necesitaba ningún apoyo adicional, y fue entonces cuando comenzaron a planificar la logística para ocupar las islas. Los preparativos se intensificaban cada vez más; muchos soldados eran trasladados con transporte semimilitar y civil. Después de ocho días, regresamos a tierra, nos hacen un mantenimiento en puerto Belgrano y me quedo en el hospital naval y éramos muy pocos.
– ¿Qué sabía ustedes mientras se encontraban en tierra?
El 1 de mayo fue el primer ataque inglés y comenzó la guerra real. Ellos contaron con toda la ayuda de Estados Unidos y la información logística de Chile, lo que fue una gran traición. Tuvimos que desplegar fuerzas para cubrir la frontera, ya que había una hipótesis de que podrían invadirla. Nunca se pensó en entrar en guerra; se esperaba que fuera una toma de posesión de nuestra soberanía y que Gran Bretaña cediera ante negociaciones diplomáticas. Se volvió evidente que el punto estratégico de las Malvinas era de gran importancia. Hasta ese momento, pensábamos que ya habíamos cumplido, atendiendo a los heridos y golpeados. La cuestión es que en Puerto Belgrano trabajamos mucho debido a la gran cantidad de accidentados, enfermos y otros pacientes que recibíamos; éramos solo dos traumatólogos y no dábamos abasto.
– ¿En qué momento tuviste que volver en el portaviones hacia Malvinas nuevamente?
El 4 de junio, el jefe del servicio me llamó y me dijo que, al día siguiente, a las 7 de la mañana, tenía que partir a Malvinas. Salimos en el segundo buque oficial, el Ara Irízar. Era una situación difícil para nosotros, ya que sabíamos que estábamos en plena batalla. Habían desembarcado el 21 de mayo en el estrecho de San Carlos. Hubo intentos de bombardeos y fuego naval. Como éramos un buque hospital, pudimos entrar. Incluso tuvimos intercambios con el Uganda, que era un buque inglés. Nosotros les entregamos tres heridos ingleses que teníamos y ellos nos dieron dos, hicimos el intercambio en alta mar con helicópteros. Estábamos protegidos con la cruz de sanidad, pero eso tampoco nos daba seguridad. Entramos y nos acomodamos, anclamos a 300 metros de Puerto Argentino. Cuando llegamos, era un infierno; había fuego enemigo y nuestras fuerzas estaban disminuidas, mientras que ellos atacaban con una superioridad numérica de 3 o 4 a 1. Además, tenían información satelital de Estados Unidos, lo que les facilitaba sus ataques al conocer nuestras posiciones.
-Después de esa difícil situación que tuvieron al llegar, ¿Cómo continúo su trabajo en el lugar?
Empezamos a operar y no paramos hasta el día de la rendición, que fue el 14 de junio. Ahí embarcamos a 165 heridos en una hora y media; fue tremendo. La capacidad del buque estaba colapsada y estuvimos dos días y medio sin descansar. Hubo un momento en el que las olas alcanzaban los 5 o 6 metros, y el Irízar, que es un buque rompehielos, se movía muchísimo. Fue uno de los únicos momentos en los que me descompuse por el movimiento. Hubo pacientes a los que tuvimos que ponerles sueros porque no comían, además de lidiar con heridas y pérdida de sangre.
-A pesar de ser médico, ¿Hubo momentos en dónde te sentiste impresionado por los casos en algunos heridos?
Tuvimos muchos casos que nos impresionaron. En un momento, dejamos de operar porque se soltó la mesa de cirugía, la cual se movía de un lado para otro debido al movimiento del buque. Tratábamos de sostenerla para evitar que el paciente cayera, hasta que pasó el temporal. La mayoría de las heridas eran traumatológicas, y no teníamos médicos traumatólogos. El 90% de las heridas eran de este tipo. Aquellos con heridas en la cabeza o en el pecho no llegaban debido a la falta de poder logístico y de traslado. La mayoría llegaba herida en sus extremidades. Hubo un caso en el que operamos un húmero que estaba partido en cinco partes. Nos arreglábamos con lo que teníamos en ese momento, y me impactó mucho porque a través de la herida se podía ver el otro lado de la camilla. Afortunadamente, el brazo pudo ser salvado.
-Con respecto al regreso después de la guerra, ¿Tuvieron algún reconocimiento?
Llegué el 22 de junio, apenas 10 días después del fin de la guerra. Tuvimos que realizar tareas de salvamento y brindar apoyo médico. Cuando llegamos aquí, empezaron a no reconocernos. Algunos cuentan que iban al hospital y les decían que fueran a hospitales de la fuerza, o cuando buscaban trabajo les decían “loquitos de la guerra”, y no les daban empleo. Cada uno hizo lo que tenía que hacer y eso es motivo de orgullo. Debemos sentirnos orgullosos de haber contribuido con la patria. Ahora se percibe más el apoyo y el respeto de la sociedad. Deberíamos haber sido recibido como héroes y eso no pasó.
-Usted fue compañero de camarote del piloto Marcelo Márquez, quien atacó y hundió una fragata británica y luego fue derribado, ¿Cómo era su relación con él?
Marcelo Márquez era mi hermano, era un duro en el buen sentido, especialmente en momentos de máxima tensión y crisis, cuando el estrés alcanzaba su punto máximo y no sabíamos qué podía pasar. En esos momentos se forjaba un vínculo profundo, ya que nos defendíamos mutuamente a muerte. Cuando regresé a Malvinas en 2015, tuve que sacar mi pasaporte. Muchos excombatientes no quieren ir porque dicen que estaríamos pidiendo permiso a esos piratas. Sin embargo, yo fui porque lo necesitaba. Fue un momento poderoso para nosotros volver allí. Al regresar, pasé por Ushuaia, en la Patagonia, donde hay memoriales tremendos, incluido uno en honor a Márquez. Mi eterno homenaje al piloto Arca, el capitán Philipi, Márquez y como ellos dicen, no somos héroes. Nosotros tuvimos la suerte de cumplir con el deber, con lo que el país había invertido en nosotros, y tratamos de devolverle lo que nos dio. Los héroes son los que se quedaron allá.